Manolo Castro Vila, in memoriam

El pasado 6 de febrero de 2021 nos ha dejado Manuel Castro Vila, Manolo, arquitecto y profesor de nuestra Escuela. Prejubilado a los 63 años por problemas de salud, llegó a ser Profesor Titular de EU del área de Expresión Gráfica Arquitectónica, impartiendo docencia de Geometría Descriptiva y de Geometría de la Forma Arquitectónica a los alumnos de los primeros cursos, con los que se compenetraba muy bien, quizá porque si había algo que lo caracterizaba era su jovialidad, entendida esta en su más estricta literalidad: “Alegría y apacibilidad de genio”, según el DRAE.

Todos los que como yo, tuvimos el privilegio de conocerlo personalmente  y compartir con él el placer de la amistad, sabíamos que su alegría de vivir podía pasar inadvertida en un primer momento, ya que esa cualidad de apacible, a saber: “Manso, dulce y agradable en la condición y el trato”, unida a una timidez casi patológica, podía hacer pensar que era un hombre de carácter muy introvertido, pero su original sentido del humor, hacía que enseguida congeniases con él, fueses profesor o alumno.

Nuestra amistad comenzó siendo muy jóvenes, cuando ambos estudiábamos la carrera en Madrid y en seguida se extendió al resto de mi familia. Yo era el mayor de siete hermanos y él hijo único, por eso creo que le gustaba tanto estar en medio de los Franco, porque en cierto modo fuimos como los hermanos que siempre anheló. Los dos tuvimos la fortuna de que nuestras entonces novias también congeniasen rápidamente –porque ya se sabe que en ciertas cosas donde hay patrón, no manda marinero-, y desde entonces fuimos inseparables, y tanto Manolo como su mujer Pili, se convirtieron en miembros de mi familia, un título que se selló cuando ella se convirtió en madrina de mi hija Sandra y mi mujer, Aurelia, de su hija Sara (es decir, comadres por partida doble). Nuestra relación, que duró más de medio siglo, se mantuvo en lo bueno y en lo malo y en la salud y en la enfermedad -muchos matrimonios no pueden decir lo mismo-. A lo largo de todos estos años compartimos alegrías y tristezas y crecimos juntos, y por eso me resulta muy difícil escoger entre tantos y tan buenos momentos vividos a su lado para recordarle.

Sin embargo, para todos aquellos que no tuvieron la suerte de haberlo conocido tan bien como yo lo hice, me gustaría rememorar algunas anécdotas que describen muy bien su personalidad.

Algunos pensarán que debería escribir sobre sus logros profesionales o académicos, ya que desgraciadamente aún hoy, con lo que nos está tocando vivir, muchas personas siguen midiendo el éxito por la fama o el estatus alcanzado en dichos ámbitos. Pero a Manolo nunca le interesó nada de eso. Le gustaban la docencia y su profesión sí, pero tenía muy claras cuáles eran sus prioridades y entre ellas no estaba una gran carrera académica o el convertirse en un arquitecto más o menos famoso, aunque sí en ser un buen profesional. El prefirió centrarse en lo que de verdad importa. En vivir su vida plena e intensamente en compañía de sus seres queridos, su familia y amigos, disfrutando de las pequeñas cosas.

Muchos de los que le conocían solían decir que Manolo era como un niño grande, no sólo por su jovialidad o su surrealista sentido del humor, sino por su optimismo inasequible al desaliento y su curiosidad innata. Me gusta pensar que seguramente él se identificaría con la cita de Einstein que recoge la Princeton University Press en la web The Digital Einstein Papers: “No tengo talentos especiales. Solo soy apasionadamente curioso”. Y también como el gran científico, que creía en el Dios de Spinoza, aquel que está en el placer de las pequeñas cosas, en la sonrisa de un niño, en la luz de un atardecer desde la playa o en una copa de vino con amigos entre confidencias y risas.

Cosas todas ellas que tuvimos la ocasión de compartir muchas veces, sobre todo en la casa de veraneo que mi madre tenía en la playa de Cabañas. Su padre también se había construido una casa en el mismo municipio (cuando todavía no se había vuelto prohibitivo por el asedio madrileño), por lo que Manolo solía entrar y salir de la nuestra con mucha frecuencia, en general sin avisar, algo que normalmente no le teníamos en cuenta porque Manolo era así.

Y digo normalmente porque un día se plantó allí y se encontró con todos los “enanos” que teníamos entonces, a una media de dos por cabeza, un total de 14 niños si no había alguno más de por medio, y sin decirle nada a nadie –después él alegó en su defensa que sí se lo había dicho a alguno de los mayores que andaban por allí-, se los llevó a todos de excursión en el tren de vía estrecha desde Ferrol por la costa cantábrica, porque uno de ellos, al ver pasar el ferrocarril que atraviesa el puente desde la playa, le dijo que nunca había montado en uno. Muchas horas después y ya punto de anochecer, cuando varias de las madres querían llamar a la policía y sus rostros resultaban tan amenazantes como los de una hidra, apareció Manolo cual flautista de Hamelín seguido de un montón de críos eufóricos y mugrosos (habían estado comiendo chucherías y helados) que relataban al unísono cómo había sido el mejor día de sus vidas, mientras todos mis hermanos lo miraban atónitos. No por el hecho de llevárselos sin avisar no, sino por tener la moral de cargar con todos esos críos voluntariamente y encima disfrutar. Porque él era así.

Lo dicho, Manolo era como un niño grande y por eso disfrutaba tanto de la compañía de los más pequeños. Pero no porque fuera ingenuo o infantil, sino porque conservaba esa capacidad innata de los críos, que la mayoría perdemos al crecer, de sorprenderse y maravillarse ante la más insignificante de las cosas. Siempre sabía encontrar el lado bueno de las cosas, como cuando ya casado y con dos hijas, tuvo que ir a hacer la mili al Sáhara, en represalia contra su padre, que había sido un militar republicano (al final, con la democracia fue rehabilitado y se hizo, ya anciano, un uniforma a la medida).

Lejos de llevarlo mal, se dedicó a filmar películas mudas en súper 8 que luego doblaba y en las que él hacía las voces de todos los personajes, en teoría para los más peques, pero en la práctica no sé quién se reía más, si ellos o nosotros, ya que eran absolutamente desternillantes. A eso le sumamos que cada vez que su esposa Pili iba a visitarlo al Sahara, se hospedaba en el Parador Nacional y ellos eran los únicos clientes (invitaba su padre), lo que acabó conllevando que el cocinero les preguntase a diario qué querían para comer. Después el hotel ordenaba que salieran a pescar justo lo que querían, por ejemplo, una langosta… Sobra decir que al “Régimen” le salió el tiro por la culata.

Su “apasionada curiosidad” lo llevó a viajar por todo el mundo, ya que le encantaba conocer otros lugares, otras culturas y otras gentes, con un particular énfasis en sus distintas gastronomías. Recuerdo una vez que fuimos los cuatro a Venecia, coincidiendo con nuestro aniversario. Les habíamos prometido invitarlos a un buen restaurante, que él eligió y como no podía de ser de otro modo era el más caro –o a nosotros nos lo pareció-. La carta era ingente y estaba numerada. Manolo decidió pedir tres platos por sus números y cuando el camarero y su mujer trataron de advertirle, él les dijo que quería que fuese una sorpresa y que no se la estropeasen. Nunca olvidaré lo que me costaron aquellas tres sopas de pan, porque sí, eran tres j****** sopas de pan a un precio desorbitado que por supuesto Manolo no se comió, porque a él no le gustaban las sopas de pan. Como diría Manolo, no hay mal que bien no venga, porque me pasé mucho tiempo echándoselo en cara, solo para meterme con él, pero realmente tenía gracia lo que le pasó.

Él tenía la habilidad de darle la vuelta a todo, incluso a la situación más surrealista o tensa. Recuerdo otro viaje con nuestras mujeres a Sevilla en Semana Santa en el que decidimos quedarnos un día más de lo previsto, porque a Manolo le habían dicho que la mejor procesión de todas era la que se celebraba de noche en un pueblecito perdido de la mano de Dios al que sólo se podía llegar por carreteras de mala muerte. Todos le dijimos que en plena Semana Santa sería imposible encontrar hotel pero Manolo tenía la teoría de que los hoteles caros nunca se llenan y que en última instancia malo sería no conseguir un alojamiento en la carretera de vuelta a Galicia… Varias horas y no sé cuántos hoteles llenos después, ya de madrugada y en tierras extremeñas, se levantó una densa niebla, con lo que Manolo, que conducía siempre, disminuyó drásticamente la velocidad, ya muy prudente de por sí. De repente, delante de nosotros y caminando tranquilamente en la misma dirección había aparecido una vaca justo en medio de la carretera. A mi mujer, por agotamiento y con la tensión del viaje sólo le salió un: “¿Manolo, qué hace esa vaca ahí? A lo que él respondió muy estoicamente: “Pues no sé, buscará hotel como nosotros”, con lo que consiguió destensar la situación gracias a las sonoras carcajadas que nos provocó. Poco después encontramos un hotel, muy agradable, por cierto.

Padrazo, amante esposo y muy amigo de sus amigos, Manolo fue ante todo, una bellísima persona que vivió una vida plena, llena de experiencias a veces tan increíbles como surrealistas y en todo caso, única, y que nos regaló a todos los que le conocimos momentos inolvidables. Por todo ello, y porque en estos tiempos penosos que estamos pasando no hemos podido acompañarlo en su partida, me gustaría despedirme de él parafraseando al célebre poeta inglés William Wordsworth, recordando que aunque los días del esplendor en la hierba y la gloria en las flores se extingan, no debemos afligirnos, porque su recuerdo permanecerá siempre en el pensamiento, y el de Manolo, vivirá para siempre en nuestros corazones.

Descansa en paz, amigo.

José Antonio Franco Taboada